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Nuestros Personajes

SUPAY
En los abismos de la conciencia humana, donde la luz nunca llega y los ecos del pasado resuenan con una melancolía interminable, existe una figura que es a la vez un eco de lo perdido y un faro de lo inevitable. Su nombre es Supay. No es un ser de tinieblas, sino de destino. Criado para decir “no”, Supay es el guardián de las puertas cerradas, el que entiende los problemas del mundo sin la capacidad de ofrecerles solución. Su misión no es redimir, sino condenar, no sanar, sino mantener el sufrimiento eterno.
Su alma está marcada por el silencio del fracaso, una condena que lo persigue en cada suspiro. ¿Por qué dice “no”? No por maldad ni desdén, sino porque en su existencia todo debe ser desviado, todo debe ser impedido. No hay solución en su mundo. Solo hay puertas cerradas, caminos truncos y finales que nunca se alcanzan. Supay es el antídoto a la esperanza, y su existencia es un enigma: entender sin cambiar, conocer sin sanar.
La verdadera naturaleza de Supay se encuentra oculta tras una máscara. No una máscara común, sino una que lo aprisiona, que lo moldea en una forma ajena. Es su prisión y su salvación. La máscara no es solo un objeto físico, es el manto de su personalidad rota, un velo que lo separa de sí mismo. Bajo ella, Supay ya no sabe quién es; su rostro real se ha desvanecido en el vacío de la desesperación. En su lugar, solo queda la máscara, un reflejo distorsionado de lo que alguna vez fue. Una prisión de recuerdos perdidos y de sentimientos abortados.
Supay es serio, casi monótono, pero en su mirada se esconde la intensidad de mil tormentas. Cada palabra que pronuncia está impregnada de ironía amarga. Cuando alguien le presenta una oportunidad, un brillo de esperanza, él no puede evitar apagarlo con la frialdad de su voz. “No es tu momento”, dice, una frase que resuena como una sentencia. No es que no desee la luz, es que la niega por naturaleza, como un amante que teme lo que podría destruir.
Lo que Supay no puede negar, sin embargo, es su propio deseo de regresar a un pasado perfecto, al “antes”, a ese reino de pureza llamado la Anteriuridad. Un lugar que nunca ha sido, pero que siempre ha estado allí, como un eco lejano que persiste en su alma. La Anteriuridad es su hogar perdido, la tierra donde alguna vez creyó que podía sentir, donde la máscara no tenía poder sobre él, donde el futuro era posible.
Pero la Anteriuridad es más que un simple pasado; es un estado ideal, un reino donde las equivocaciones no existen, un mundo en el que no se necesita una máscara para existir, donde el dolor no consume el ser. Supay sabe que ese lugar no puede ser alcanzado, que su destino es un destierro eterno, pero aún así lo busca. Su búsqueda es su condena. Cada intento de regresar a la Anteriuridad lo hunde más en el abismo de su mente, atrapado en sus propios pensamientos, en un ciclo de repetición infinita.
“Algún día…” murmura Supay, como si las palabras pudieran darle el poder de cambiar lo irreversible. “Algún día encontraré el camino de regreso. Algún día…”
Pero ese “algún día” es solo una fantasía que lo atormenta. La realidad es que nunca volverá. Su destino no es regresar a la pureza, sino vivir como prisionero de sus propios recuerdos, atrapado en un laberinto de pensamientos que no lo dejan escapar.
Supay es el portador del “no”, el ser que entiende los problemas sin solucionarlos, el que vive en un mundo sin futuro, condenado a buscar algo que jamás podrá alcanzar. Su existencia es un paradoja: busca lo irrecuperable, pero nunca puede tocarlo. Camina entre las sombras de su propia mente, esperando un regreso que nunca será, un futuro sin errores que nunca existió.
Y así, Supay sigue su andar, prisionero del “no”, con la máscara como único refugio, esperando, con una desesperación que ya no puede comprender, que algún día la máscara caiga y pueda, por fin, ser libre.
WIRACOCHA
En el corazón de las montañas donde la nieve no deja de caer y el viento murmura secretos ancestrales, vive Wiracocha, un dios cuya vida transcurre como una corriente subterránea, invisible y serena. Un dios cuya existencia ha sido modelada por la contemplación profunda, la reflexión silenciosa y la dedicación inquebrantable. No es un dios común, sino una figura que ha abrazado el vacío con una devoción tan pura que ha aprendido a ser uno con el ahora, el único tiempo que realmente importa.
“¿Quién soy yo?”, se pregunta a veces mientras camina entre los árboles cubiertos de hielo, su respiración visible en el aire gélido. “¿Soy las huellas que dejo en la nieve? No. Soy el viento que las borra. Soy el silencio entre las montañas.”
Wiracocha ha llegado a comprender lo que muchos temen: la fugacidad de la vida, la transitoriedad de todas las cosas. A través de su meditación constante, ha dejado ir todos los deseos, todos los apegos. Las recompensas materiales no significan nada para él. El oro, las riquezas, los honores de la sociedad son solo más nieve que se disuelve con el viento. “El hombre llega con nada y se va con nada,” dice con una calma infinita, como quien ya ha vivido todas las verdades del mundo y las ha dejado atrás. “Lo que importa es lo que has dado, lo que has sido, no lo que has recogido.”
“La vida es solo un aliento”, susurra mientras observa el vasto paisaje blanco. “Un suspiro del universo que comienza y termina en el mismo instante.” Y en ese aliento, él encuentra su propósito. No hay gloria en ser el primero, no hay premio en la victoria. La verdadera victoria es la serenidad que se alcanza cuando uno deja ir el deseo, cuando uno se convierte en el fluir mismo del río de la vida.
Es un hombre nóstalgico, pero no en el sentido de añorar lo que fue, sino en el sentido de recordar, con una profunda reverencia, la unidad primordial de todos los seres. Wiracocha es consciente de que todos los momentos, aunque efímeros, son una parte de un todo. El pasado, aunque se disuelve como la nieve, está presente en él, porque en su esencia ha vivido todas las vidas posibles. Ha experimentado la totalidad de la existencia, y en su ser se ha diluido el tiempo, dejando solo la verdad que reside en el presente.
“La nostalgia,” dice mientras se sienta en la nieve, mirando cómo el sol ilumina las montañas distantes, “no es el deseo de lo que fue, sino el reconocimiento de lo que es. Todo lo que ha sido, todo lo que será, ya está aquí. Lo que importa es el ahora, el presente que fluye entre mis manos.”
Su jornada no es de acción, sino de presencia plena. Cada día, Wiracocha trabaja con las manos de un artesano que construye su propia paz. No construye castillos ni fortalezas materiales. Su trabajo es hacer con dedicación y amor por la humanidad, sin buscar recompensa alguna. El acto en sí mismo, el hacer bien es su único premio. Para él, el trabajo es un sacramento, una oración silenciosa que conecta su ser con el alma colectiva del universo.
Wiracocha no predica. Él es la predicación. Su vida, su arte, marcada por la pureza de cada pensamiento y acción, es el mensaje. “Todo lo que hay es lo que es,” dice mientras sus manos se entrelazan con el frío, uniendo el presente con el misterio. “No hay más que el momento. No hay más que esto. Si puedes estar aquí, ahora, en este instante, habrás comprendido todo.”
Los pocos que llegan hasta él en busca de guía no lo encuentran en palabras, sino en la calma de su presencia, en la belleza de su simpleza. No hay respuesta en sus labios, solo la mirada profunda que refleja la quietud de las montañas nevadas, una mirada que invita a sumergirse en el silencio, que invita a dejar ir todo lo que no sirve.
“Cada respiración es un regalo,” dice con voz suave, como si las palabras fueran solo el eco de una verdad más profunda. “El futuro no existe. El pasado ya no es. Solo existe el ahora, el presente. Y en ese presente, todo lo que necesitas está aquí. No hay más.”
En el manto de la nieve, donde la quietud es infinita, Wiracocha continúa su camino: un hombre sin pasado, sin futuro, un hombre que se disuelve en el tiempo y en el espacio, viviendo solo para el presente, siendo el presente, en completa armonía con la impermanencia. Y en su caminar, sigue enseñando a los que se atreven a escuchar el susurro del viento, el canto de las montañas, el regalo eterno del momento que es y siempre será.
“No hay nada que temer,” dice con una sonrisa suave, sus ojos reflejando la serenidad del paisaje. “Todo lo que hay es lo que es. Y en ese ser, en esa quietud, está la paz.”
INTI
Inti es un hombre que vive con el impulso de un niño y la sabiduría de un anciano. Su vida está marcada por un profundo vacío existencial: desde joven, se vio arrastrado por una necesidad de evasión y aventura, huyendo de las expectativas de los demás y de un hogar que nunca le ofreció la libertad que tanto deseaba. Creció entre sombras, sin un lugar claro donde pertenecer, pero fue precisamente esa ausencia de anclas lo que lo moldeó. Su naturaleza seductora y audaz nació de una necesidad de ser visto, de ganar el afecto de aquellos que lo rodeaban, pero lo que más deseaba no era el amor, sino la libertad absoluta. “Aquí empieza la aventura,” se dice cada día, buscando el sosiego en la constante huida hacia adelante, en la emoción de lo incierto.
Aunque es ingenioso y maestro, Inti nunca fue enseñado por nadie más que por el mundo. Su camino está marcado por la ausencia de certezas, un camino sin mapa ni guía. A lo largo de su vida, ha aprendido a navegar por la vida como si fuera un juego, donde las reglas no existen o son meras sugerencias. Inti es un instintivo, un hombre que sigue el impulso, sin pensar en las consecuencias, sin mirar atrás. Es un hombre que nunca se detiene a reflexionar sobre lo que deja atrás, porque su miedo más grande es el peso de la quietud. La inquietud lo consume, el movimiento es su único refugio, y el amor es solo un juego más que se juega por la excitación de la conquista, sin intenciones más profundas.
Sin embargo, esta búsqueda incesante de aventuras y nuevas emociones esconde una tristeza profunda que él mismo no sabe cómo enfrentar. El niño que huye de las responsabilidades, el hombre que teme el vacío de no pertenecer a nada ni a nadie, arrastra consigo una herida de abandono que no ha sanado. Inti nunca pudo encontrar un lugar que lo aceptara completamente, nunca pudo sentirse parte de algo más grande que él mismo. A veces, en sus momentos de soledad, mira al cielo y se pregunta si alguna vez encontrará la tranquilidad de estar en casa. Pero no sabe cómo regresar, porque siempre está buscando algo más, algo que le dé sentido a su vida fugaz. “¿Consecuencias? No las busques,” se ríe, “porque si piensas en ellas, ya estás perdiendo.”
Inti es el gurú de la acción, un maestro que enseña a vivir sin miedo, pero a costa de su propio sentido de estabilidad. No tiene respuestas, solo caminos. A menudo, las personas se sienten atraídas por su magnetismo, por la promesa de aventuras y risas, pero nadie conoce la carga emocional que lleva consigo. Su psicología está marcada por la contradicción: busca la libertad, pero teme estar realmente solo. Se mueve por el mundo con el deseo de escapar del dolor interno, pero no sabe qué busca realmente, solo sabe que el movimiento es la única forma de sentirse vivo.
PACHAMAMA
Es la madre tierra que guarda, nutre y contiene todo lo que nos rodea y existe. Pero no es simplemente la tierra que vemos, sino la tierra en su silencio profundo, el espacio que todo lo sostiene y transforma sin ser observado. Pachamama esta en su rol de guardar lo que no se ve: la semilla enterrada, el agua subterránea que fluye sin que la veamos, el vacío profundo de la tierra donde las montañas nacen y caen. Ella no es inactiva; es la quietud que genera el movimiento. Es como la calma de la noche que prepara el día siguiente.
La vida no es solo el viento que mueve las hojas, sino también el vacío en el que las hojas descansan antes de caer. La tetera no cumpliría su razón de ser sin el vacío que hay dentro de ella. La habitación no seria habitación sin el vacío que le da forma a esta.
KILLA
Es la diosa de la luna, la que ilumina la oscuridad con su luz suave pero firme, y esa energía se refleja en ella. Es una mujer de alma profunda, que no teme a la quietud, porque en ella encuentra el espacio para escuchar su corazón y el latido del mundo. Rodeada por las montañas que han sido testigos de generaciones de sabiduría, Killa es el reflejo de la quietud y la paz; sin embargo, carga con una sensacion de vacio. Y ella piensa que ha olvidado vivir y eso es lo que la llama a Inti, el cual lucha con ese mismo vacío pero con un tono de aventura. 
Un problema con 2 soluciones. Mientras él huye de la quietud, ella teme caer en la rutina. Él le da la sensación de que la vida puede ser más que un camino predecible; ella le ofrece la estabilidad y la profundidad que a veces le falta. Lo que podría separarlos es el miedo de Inti a ser contenido y el de Killa a perder el control. Pero lo que los une es esa necesidad compartida de encontrar algo más allá de lo que ya conocen, de sanar ese vacío que ambos sienten a su manera.
SARA
Es introspectiva, profunda, y con una gran capacidad para observar y escuchar.
Es una defensora de la idea de que la oscuridad es necesaria para el equilibrio del universo. Para ella, la oscuridad es un lugar fértil, un espacio donde las sombras permiten que lo más brillante pueda surgir. Cree que, para crecer, debemos aprender a enfrentar nuestras sombras internas, las partes de nosotros mismos que a menudo ignoramos o tememos. En su arte y su sanación, busca canalizar esa oscuridad en formas de belleza, paz y comprensión.
AI APAEC
Es el niño que todavía tiene esa mirada limpia y sin prejuicios. Él no tiene miedo de adentrarse en lo oscuro, en lo desconocido. En vez de correr, se sienta en el centro de su caos interno y se pregunta: “¿Qué puedo aprender de esto?”
Ai Apaec es el explorador de las emociones, el que observa los traumas y las cicatrices sin juzgar, solo con una sonrisa traviesa y un “¡Oh, qué interesante!”. Él entiende que el dolor es solo una lección disfrazada, y no importa cuántas veces se caiga, siempre se levanta con una nueva pregunta que lo hace seguir adelante.
“¿Y si todo lo que viviste no fue un error? ¿Y si ese dolor te enseñó algo sobre tu propio ser? ¿Y si, después de todo, todo esto tenía un propósito?”Ai Apaec se ríe y da un paso más en su camino, sabiendo que el viaje nunca termina.
Y es que Ai Apaec atraviesa el duelo de entender su sufrimiento y encontrar una forma de “darle sentido” a la tragedia que ha vivido.