WIRACOCHA
En el corazón de las montañas donde la nieve no deja de caer y el viento murmura secretos ancestrales, vive Wiracocha, un dios cuya vida transcurre como una corriente subterránea, invisible y serena. Un dios cuya existencia ha sido modelada por la contemplación profunda, la reflexión silenciosa y la dedicación inquebrantable. No es un dios común, sino una figura que ha abrazado el vacío con una devoción tan pura que ha aprendido a ser uno con el ahora, el único tiempo que realmente importa.
“¿Quién soy yo?”, se pregunta a veces mientras camina entre los árboles cubiertos de hielo, su respiración visible en el aire gélido. “¿Soy las huellas que dejo en la nieve? No. Soy el viento que las borra. Soy el silencio entre las montañas.”
Wiracocha ha llegado a comprender lo que muchos temen: la fugacidad de la vida, la transitoriedad de todas las cosas. A través de su meditación constante, ha dejado ir todos los deseos, todos los apegos. Las recompensas materiales no significan nada para él. El oro, las riquezas, los honores de la sociedad son solo más nieve que se disuelve con el viento. “El hombre llega con nada y se va con nada,” dice con una calma infinita, como quien ya ha vivido todas las verdades del mundo y las ha dejado atrás. “Lo que importa es lo que has dado, lo que has sido, no lo que has recogido.”
“La vida es solo un aliento”, susurra mientras observa el vasto paisaje blanco. “Un suspiro del universo que comienza y termina en el mismo instante.” Y en ese aliento, él encuentra su propósito. No hay gloria en ser el primero, no hay premio en la victoria. La verdadera victoria es la serenidad que se alcanza cuando uno deja ir el deseo, cuando uno se convierte en el fluir mismo del río de la vida.
Es un hombre nóstalgico, pero no en el sentido de añorar lo que fue, sino en el sentido de recordar, con una profunda reverencia, la unidad primordial de todos los seres. Wiracocha es consciente de que todos los momentos, aunque efímeros, son una parte de un todo. El pasado, aunque se disuelve como la nieve, está presente en él, porque en su esencia ha vivido todas las vidas posibles. Ha experimentado la totalidad de la existencia, y en su ser se ha diluido el tiempo, dejando solo la verdad que reside en el presente.
“La nostalgia,” dice mientras se sienta en la nieve, mirando cómo el sol ilumina las montañas distantes, “no es el deseo de lo que fue, sino el reconocimiento de lo que es. Todo lo que ha sido, todo lo que será, ya está aquí. Lo que importa es el ahora, el presente que fluye entre mis manos.”
Su jornada no es de acción, sino de presencia plena. Cada día, Wiracocha trabaja con las manos de un artesano que construye su propia paz. No construye castillos ni fortalezas materiales. Su trabajo es hacer con dedicación y amor por la humanidad, sin buscar recompensa alguna. El acto en sí mismo, el hacer bien es su único premio. Para él, el trabajo es un sacramento, una oración silenciosa que conecta su ser con el alma colectiva del universo.
Wiracocha no predica. Él es la predicación. Su vida, su arte, marcada por la pureza de cada pensamiento y acción, es el mensaje. “Todo lo que hay es lo que es,” dice mientras sus manos se entrelazan con el frío, uniendo el presente con el misterio. “No hay más que el momento. No hay más que esto. Si puedes estar aquí, ahora, en este instante, habrás comprendido todo.”
Los pocos que llegan hasta él en busca de guía no lo encuentran en palabras, sino en la calma de su presencia, en la belleza de su simpleza. No hay respuesta en sus labios, solo la mirada profunda que refleja la quietud de las montañas nevadas, una mirada que invita a sumergirse en el silencio, que invita a dejar ir todo lo que no sirve.
“Cada respiración es un regalo,” dice con voz suave, como si las palabras fueran solo el eco de una verdad más profunda. “El futuro no existe. El pasado ya no es. Solo existe el ahora, el presente. Y en ese presente, todo lo que necesitas está aquí. No hay más.”
En el manto de la nieve, donde la quietud es infinita, Wiracocha continúa su camino: un hombre sin pasado, sin futuro, un hombre que se disuelve en el tiempo y en el espacio, viviendo solo para el presente, siendo el presente, en completa armonía con la impermanencia. Y en su caminar, sigue enseñando a los que se atreven a escuchar el susurro del viento, el canto de las montañas, el regalo eterno del momento que es y siempre será.
“No hay nada que temer,” dice con una sonrisa suave, sus ojos reflejando la serenidad del paisaje. “Todo lo que hay es lo que es. Y en ese ser, en esa quietud, está la paz.”